os maestros mueren siempre, pero en estos tiempos domina la sensación de que se nos están yendo demasiados sin ser remplazados de manera suficiente. Adolfo Sánchez Vázquez y Jan de Vos ejercieron con genio su oficio de pensar y nos enriquecieron. Del primero, en las valoraciones (notables varias de ellas) a raíz de su muerte, poco se menciona su pensamiento estético, esa cátedra que impartió en clase y obra, incluso en la insuperable antología que preparó en los años 70 para los bachilleres de la Universidad Nacional Autónoma de México. Como a John Berger y Luis Cardoza y Aragón, lo marxista no le quitó nunca la inteligencia abierta del arte.
Pero esta nota es sobre Jan de Vos, historiador de largo aliento, el más grande de Chiapas, quien también cantaba, y contaba su microhistoria. Admiró a Luis González y Gonzáles, el de Pueblo en vilo, aunque Jan no puso un breve San José de Gracia bajo su microscopio, sino un espacio extenso, épico y misterioso: la selva Lacandona. La historia local que decidió contar resulta una metáfora de la conquista y liberación de América con alcance universal. Aunque evitó incursionar en el pasado prehispánico, con el medio mileno que leyó
nos deja un monumento único, al que se mantuvo fiel. Y como a todos, en 1994 lo alcanzaron la historia y sus revoluciones desde algún lugar de la selva Lacandona. En La paz de Dios y del Rey y Oro verde, De Vos había desentrañado ríos y veredas, pasados míticos, conquistadores fallidos, depredadores (monteros, madereros, ganaderos) y, sobre todo, sus pueblos mayas, fundadores y refundadores.
Experimentó la tensión entre dos compromisos humanísticos no siempre bien avenidos: el social, con los pueblos mayas, y el académico, ubicado en el imaginario caxlán. Ganó lugar en el segundo: es un gran historiador. A los pueblos los acompañó, pero de lejos. Tuvo su contraparte en Andrés Aubry. No se querían, las diferencias eran importantes. Y mientras Andrés no solía mencionar a Jan, éste fue beligerante, acusaba de fantasioso
a su colega y criticó con ferocidad su concepción del archivo diocesano de San Cristóbal de las Casas. Otra diferencia fue el compromiso de Andrés. Por ilustrarlo de algún modo, Jan se jactaba de haber conocido al comandante David cuando éste era joven; Aubry sería amigo del jefe zapatista hasta el final de su vida.
Un historiador no está obligado a dominar el presente y tiene cancelados todos los pasajes al futuro. Jan navegó su tiempo, el nuestro, lo mejor que pudo, desde donde el tomo final de su trilogía sobre la selva, Una tierra para sembrar sueños (1950-2000), quizás sea el más debatible. Sus fuentes son actores vivos, y la imparcialidad que busca se le escabulle. Admirable no obstante, mantiene el aliento sinfónico de la que es su obra maestra. Con el mismo bagaje lograría otras dos piezas mayores,Nuestra raíz y Vivir en frontera, donde relata la historia general de los indígenas chiapanecos. En sus últimos años se interesó en abrir la lente a todo Chiapas, considerando los dos polos nunca conciliados: pueblos indios, y mestizos, criollos, caxlanes. Esto lo llevó a ser condescendiente con el gobierno, que supo apapacharlo, y produjo Vienen de lejos los torrentes, donde recapitula sus exploraciones y confronta las dos historias que, como bien supo, aún no logran encontrarse. La misma contradicción fue narrada por Antonio García de León en esa otra gran relación de los hechos de Chiapas: Resistencia y utopía, Fronteras invisibles, Ejército de ciegos.
Flamenco de origen, como misionero jesuita Jan experimentó en Chiapas, hacia los años 70, una crisis con su orden religiosa muy propia de su tiempo. Muchos jesuitas se radicalizaron entonces, se sicoanalizaron, casaron o asumieron homosexuales, o bien actores, directores de teatro, poetas, historiadores. La disciplina de la orden no era para ellos. Llegó a Bachajón en 1973 y conoció a su pueblo. Retornado a Bélgica, decidió que Chiapas sería su nueva tierra, desafió a la jerarquía de la Compañía de Jesús, dijo adiós a todo eso y se quedó acá de una vez por todas.
Su universo de trabajo se origina en los tzeltales, el pueblo maya más numeroso de Chiapas, en el cual abundan la inteligencia, la ironía, la dignidad y la dimensión trágica. Siempre lamentó no haber aprendido la lengua, pues privilegió el viaje a las fuentes documentales que fue a desenterrar de cuanto archivo se dejó asediar, incluyendo la meca de todo americanista, el General de Indias en Sevilla.
Conoció bien la selva. La caminó, escuchó a sus gentes y sus torrentes. Por sus libros se extiende una obsesiva construcción de mapas de lo que ha sido y lo que es. Migraciones y fundaciones, pueblo por pueblo. Hizo reales sus espacios simbólicos y, paradójicamente, creó como escritor un perdurable universo simbólico. Fue el más grande explorador del Desierto de la Soledad. No sólo descubrió tesoros de la naturaleza y de los hombres. Los comprendió y extrajo de ellos su Historia magnífica.
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