Fuente:
JAN
DE VOS EN EL UMBRAL DE SU ÚLTIMA VIDA
Por
Juan Pedro Viqueira
Letras
Libres - Septiembre 2011
Basta con ver la
magnífica entrevista que José Luis Escalona le hizo a Jan de Vos en el verano
de 2007 –y que se encuentra colgada en YouTube– para darse cuenta de que el
gran historiador belga tuvo varias vidas muy disímiles unas de otras antes de
convertirse en el connotado investigador que muchos conocimos. Su niñez
transcurrió en Bélgica en el seno de una familia muy católica de lengua
flamenca en tiempos de la ocupación nazi. Incluso unos oficiales alemanes se
instalaron en el segundo piso de la casa de sus padres, aunque su corta edad le
impedía comprender la magnitud del horror que vivía su país en ese momento. Su
adolescencia durante la posguerra tuvo que ser muy distinta, pero curiosamente
esta era una etapa a la que Jan no solía hacer referencia. Durante sus estudios
universitarios de derecho e historia descubrió su vocación religiosa y siguió
los estudios necesarios para ingresar a la Compañía de Jesús, sin por ello
abandonar la carrera de historia. Luego fue profesor de historia en colegios
jesuitas destinados a la formación de las futuras élites políticas y económicas
de Bélgica. Aunque Jan calificaba de gris y monótona esa etapa de su vida y
nunca dio pista alguna sobre los enfoques historiográficos en los que se
inspiraba para impartir sus cursos –cuando se le preguntaba por los autores que
lo habían inspirado, siempre citaba a académicos e intelectuales mexicanos:
Luis González y Daniel Cosío Villegas, en primer lugar–, es de suponerse que
ese tono didáctico tan peculiar que desarrolló en sus libros tiene su origen en
aquellos años. Aburrido de esas tareas rutinarias, en 1972 logró que lo
enviaran un año como misionero a Colombia, primero a la ciudad de Medellín, y
luego al Chocó, lugar de encuentro del Atlántico con la selva tropical y de
hombres y mujeres de colores muy diversos. Fue el principio de otra vida, que
iría acompañada de su inmersión total en una nueva lengua, el español, en la
que va a escribir toda su obra. Fascinado y estimulado por esa experiencia tan
novedosa, Jan se hizo invitar a Chiapas por la misión jesuita de Bachajón para
así no tener que regresar a Bélgica.
Sin embargo, al
cabo de unos pocos años, sus superiores en Chiapas, con muy buen tino, se
dieron cuenta de que Jan de Vos podía aportar mucho más a las tareas pastorales
reconstruyendo la historia de los indígenas que trabajando como misionero. Fue
así que, como resultado de esa encomienda, dio principio su carrera de
historiador de Chiapas.
Conocí a Jan en
1986, cuando se encontraba en el umbral de su última vida, la de historiador
profesional. Su carrera de investigador ya era muy sólida y digna de
admiración. Trabajando para el Centro de Investigaciones Ecológicas del Sureste
(el actual Colegio de la Frontera Sur), había recorrido archivos y bibliotecas,
principalmente en España, Guatemala y Estados Unidos, en busca de documentos
históricos sobre Chiapas, cuyos microfilmes distribuyó entre varias
instituciones académicas para que otros investigadores pudieran aprovecharlos
también. Durante esas pesquisas había delimitado los principales temas de
investigación histórica que habrían de ocuparle el resto de sus años –la Selva
Lacandona, la conquista española y las rebeliones indias. Había publicado los
que a mi juicio son sus dos mejores obras –La paz de Dios y del rey, y el
pequeño y bello libro al que le tenía un particular afecto, Fray Pedro Lorenzo
de la Nada– y estaba terminando Oro verde, libro que lo lanzaría a la fama.
Cuando mi mujer
y yo llegamos a vivir y trabajar a San Cristóbal de Las Casas, todos nos decían
que teníamos que leer La paz de Dios y del rey. Tenían razón. Devoramos en un
par de días el libro, arrancándonoslo de las manos el uno al otro. La lograda
mezcla de un tema fascinante –la tenaz resistencia de los lacandones históricos
ante los repetidos intentos de los españoles por conquistar su territorio
selvático–, la amplitud de la documentación histórica que el autor había
recogido y analizado, y el estilo de exposición tan propio de Jan, que le
permitía hilar la narración de los hechos con el análisis crítico de los
documentos que daban cuenta de estos sin que el interés menguara en momento
alguno, convertirían con el paso de los años La paz de Dios y del rey en un
clásico de la historiografía mexicana.
En cuanto
tuvimos la oportunidad, invitamos a Jan a comer a nuestra casa, y esa visita se
repitió varias veces gracias al éxito que tuvieron las papas fritas que preparó
mi mujer a la usanza belga –doble fritura. Así descubrimos poco a poco que, a
pesar de su semblante tranquilo y bromista, Jan atravesaba un momento muy
difícil de su vida. Sus diferencias con la pastoral impulsada por la diócesis
habían crecido, y Jan se hallaba resentido por el poco apoyo que le había
brindado cuando el gobierno del estado de Chiapas había lanzado una orden de
aprehensión en su contra, no porque Jan se distinguiera por su activismo
político o su radicalismo, sino porque siendo extranjero era más vulnerable y
su expulsión pretendía enviar una clara señal de advertencia a los promotores
de la teología de la liberación. En esa ocasión fueron las gestiones de Eraclio
Zepeda las que le permitieron regresar a Chiapas sano y salvo. Pero a partir de
ese momento empezó a considerar seriamente abandonar la Compañía de Jesús.
Para colmo, la
investigación sobre la Selva Lacandona entre 1822 y 1949 había empezado como un
trabajo conjunto, pero las diferencias entre Jan y su colaborador terminaron
por estallar y al final cada quien escribió y publicó su propia versión de esa
historia. Siempre sospeché que la abrumadora cantidad de información que Jan
expone en Oro verde era una manera de probar que quien había llevado la batuta
de la investigación y quien había encontrado y revisado la mayor parte de la
documentación histórica había sido él. El hecho es que Jan perdió a un amigo y
colaborador, y nunca más estuvo interesado en volver a participar en una
investigación colectiva. Para él, el trabajo de historiador era una tarea que
se llevaba a cabo de manera individual y solitaria.
A pesar de la
importancia de su obra publicada y por publicar, Jan no lograba encontrar
acomodo en alguna institución académica. El CIES estaba desmantelando su
pequeña área de estudios sociales, y Jan se había visto obligado a renunciar a
su puesto de investigador para cumplir con uno de los requisitos que la
Compañía de Jesús impone a quienes desean separarse de ella: hacer un retiro de
silencio durante un mes. Enrique Florescano le había conseguido un contrato por
honorarios en el INAH, pero el sindicato se opuso ferozmente a que se le
otorgara una plaza. Para Jan, que como miembro de la Compañía de Jesús nunca
había tenido que preocuparse por su subsistencia económica, la situación se
volvió angustiante.
Jan de Vos logró
salir de ese difícil trance gracias al cariño que encontró en Emma Cosío, y a
que Leonel Durán y Andrés Fábregas le consiguieron una plaza de investigador en
el CIESAS-Sureste. Sin embargo, la herida de esos años tardó mucho en
cicatrizar por completo. En la entrevista mencionada de 2007, todavía regresa a
ese momento y dice que no se atrevería a recomendar a alguien darle un giro
radical a su vida a los cincuenta años de edad como él lo había hecho.
Pienso que la
incertidumbre de esos años cruciales de 1986-1987 lo llevó a buscar con ahínco
los reconocimientos académicos que tanto se merecía. No le fue fácil adaptarse
a la vida seglar y al feroz igualitarismo de la academia, acostumbrado como
estaba al trato especial que recibía por parte de sus alumnos en Bélgica y
luego de sus feligreses. De ahí esa mezcla tan curiosa de una cierta soberbia
–que casaba muy bien con su porte de galán bien parecido– con una inocencia
casi infantil que lo hacía víctima de bromas de los colegas, pero que al mismo
tiempo le fue ganando el cariño de casi todos, dado que a la gente se le
quiere, no a pesar de sus defectos, sino también por sus defectos.
Lo más meritorio
es que sus éxitos académicos no le fueron encerrando en su pedestal, sino que
se fue convirtiendo en una mejor persona, atenta y preocupada por los otros.
Más allá del bien y del mal académico, empezó a llegar a los coloquios con su
guitarra para alegrar su exposición con canciones de su tierra o
latinoamericanas. Sin dejar de ser un admirado historiador, se fue convirtiendo
también para muchos en un gran amigo, con el que siempre era un placer conversar
en torno a una copa de vino o una taza de café.
Unos meses antes
de su fallecimiento –cuando todavía se le veía saludable y animado– se le hizo
un homenaje muy emotivo en San Cristóbal de Las Casas, su ciudad de adopción,
para festejar sus 75 años de vida y sus treinta de publicar. La sala en que se
llevó a cabo, una de las más grandes de la ciudad, estaba atiborrada de gente;
muchas personas estaban de pie, incluso al exterior de la sala. El público no
podía ser más variado: investigadores, estudiantes, oenegerosy
sancristobalenses de muy diversa condición. Jan irradiaba felicidad. Estoy
convencido de que en ese momento dejó atrás el dejo de tristeza que manifestó
en la entrevista de 2007 cuando se refirió “al fracaso de su vida como jesuita”
y en su fuero interno confirmó que sus esfuerzos por rescatar y divulgar la
historia de Chiapas no habían sido en vano. De lo que no me cabe ninguna duda
es de que los que estábamos ahí reunidos estábamos sumamente agradecidos de que
a los cincuenta años se hubiera atrevido a cruzar aquel umbral para convertirse
en el historiador profesional que tanto admirábamos. A pesar de la carga que
suponían sus vidas anteriores y de la ardua tarea que enfrentaba cada día para
seguir escribiendo, con admirable disciplina, historias a la altura de las
exigencias que se había planteado, hay que imaginarse a Jan de Vos feliz. Así
es cómo queremos recordarlo. ~
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