En
memoria del 2 de octubre de 1968
Fuente:
DE
1968 A 1988: EL PASO DE UN SISTEMA A OTRO
Soledad
Loaeza
La
Jornada
2
de junio de 2008
Ampliar la imagen Detención de
estudiantes el 2 de octubre del 68 Detención de estudiantes el 2 de octubre del
68 Foto: Colección de Manuel Gutiérrez Paredes
El movimiento
estudiantil mexicano de 1968 guarda algunas semejanzas con las movilizaciones
universitarias que ocurrieron ese mismo año en otros países, en particular en
cuanto a orígenes inmediatos y protagonistas. Al igual que en otros casos, la
explosión demográfica de las instituciones de educación superior de los años
sesenta había generado serios problemas de recursos humanos y materiales. En
México también los actores centrales de la crisis eran hijos de las clases
medias, que mucho se habían beneficiado del crecimiento económico de la
posguerra. Asimismo, el movimiento estudiantil mexicano fue en un sentido
amplio una protesta contra la autoridad y la disciplina tradicionales, y,
dentro de una perspectiva más estrecha, ha podido interpretarse como un
conflicto generacional.
Sin embargo, las
semejanzas entre las diferentes movilizaciones estudiantiles de la segunda
mitad de los años sesenta sólo pueden establecerse en un plano muy general. El
alcance de la crisis mexicana fue mucho más profundo que en otros casos, en
términos de la estructura política y de su evolución ulterior. La magnitud de
su impacto se explica por las formas específicas de organización del poder,
antes que por el nivel de desarrollo económico o por la fisonomía particular de
la estructura social. En un régimen democrático, un desafío a la autoridad
análogo al que lanzaron los universitarios mexicanos en 1968 quizá pusiera en
tela de juicio ciertas prácticas políticas, pero no los fundamentos mismos del
régimen, como ocurrió aquí.
En 1968 los
estudiantes mexicanos desnudaron con tanta eficacia y casi naturalidad el
autoritarismo, hasta entonces revestido de crecimiento económico y de
conformismo, que su movilización fue un primer paso hacia el desmantelamiento
de uno de los aspectos centrales de este régimen: la no participación. Cuando
la apatía y la despolitización sustentan la autoridad, como había sido el caso
en México en las tres décadas anteriores, las demandas de participación
efectiva ponen en juego el equilibrio político, el cual se verá profundamente
alterado en caso de que tales demandas sean satisfechas. Esto es, desde los
años cuarenta y como efecto de las luchas del periodo anterior, la
participación política había sido considerada fuente de inestabilidad, y la
necesidad de superar tal inestabilidad fue una de las justificaciones centrales
de las políticas de desmovilización –la educación y el control sindical y
partidista, por ejemplo–; en cambio, a partir de 1968 fue abriéndose paso la
idea de que la no participación era tanto o más desestabilizadora que su
opuesto. En la década de los sesenta, el sistema político mexicano todavía era
considerado un éxito. Desde 1940 había logrado mantener una tasa media anual de
crecimiento económico de 6 por ciento, en un marco de estabilidad que combinaba
formas democráticas y prácticas autoritarias, con el apoyo de un consenso
modernizador que hacía las veces de opinión pública. La constitución vigente
establecía un régimen democrático, pluralista y representativo en el marco de
una república federal. No obstante, estas definiciones formales resultaban
extrañas a una realidad dominada por la centralización del poder y el
corporativismo. Tanto así, que pese a los ordenamientos constitucionales, el
régimen político mexicano se ajustaba más al modelo autoritario de pluralismo
limitado y no participación propuesto por Juan J. Linz para el análisis de la
España franquista, que al de las democracias occidentales que habían sido la
referencia inicial del régimen.
Frente a otros
regímenes autoritarios, el mexicano tenía la ventaja de contar con orígenes
revolucionarios que le permitían reclamar una legitimidad democrática
sustentada en la representatividad popular del Estado, antes que en elecciones
libres. Pese a que desde el fin de la etapa armada de la Revolución, esto es,
principio de los años veinte, la renova- ción de poderes en todos los niveles
transcurría periódica y regularmente, el sentido de la participación electoral
era, en primer lugar, el de un refrendo a decisiones tomadas de antemano.
Aunque la elite política nunca adoptó la doctrina de partido único, el número
de grupos que competía por el poder era limitado, pues se concentraba en un
partido oficial que era también instrumento del Estado.
Este
desequilibrio real no era resultado de un pacto oligárquico, sino que estaba
fundado en la alianza histórica entre líderes de clase media y grupos de
campesinos y obreros que habían sido el corazón de la Revolución de 1910.
Posteriormente, este acuerdo se convirtió en una de las piedras angulares del
autoritarismo, pues el compromiso con los intereses populares justificó la
construcción de una estructura política centralizada como condición necesaria
para lograr la modernización económica y la democracia. Los pilares de esa
estructura eran corporaciones de diferente tipo: las estatales que organizaban
fundamentalmente a obreros y campesinos, y las que habían sido creadas con
independencia del Estado, o habían logrado mantener cierto grado de autonomía
para defender intereses particulares, como la Iglesia católica o la Universidad
Nacional.
Aquí lo que
interesa destacar es que, al igual que el autoritarismo plebiscitario que se
desarrolló en Europa occidental, durante la industrialización de la segunda
mitad del siglo XIX el autoritarismo mexicano del periodo de crecimiento
económico de la posguerra se justificaba como etapa transitoria de una
evolución ascendente hacia la modernidad, que hubiera podido verse
obstaculizada por una participación política libre y plural. Los riesgos de
inestabilidad derivados de posibles conflictos y fragmentaciones producto de la
competencia por el poder eran excusa suficiente para que la despolitización se
instalara como rasgo característico de la sociedad mexicana en esa época. Así,
la función de las elecciones no era expresar la complejidad política de la
sociedad, ni siquiera sus preferencias ideológicas, sino renovar simbólicamente
el compromiso de largo plazo del sistema con la democracia.
Normalmente, los
procesos electorales se desarrollaban en medio de una relativa indiferencia y
los candidatos del partido oficial podían contar con márgenes desahogados de
triunfo. Más todavía, a pesar de que las cifras históricas de participación
arrojaban tasas de abstencionismo que oscilaban entre 35 y 25 por ciento, los
sucesos electorales de los años ochenta apoyaron la hipótesis de que la
participación era menor de lo que registraban las cifras oficiales, pero que
tendió a aumentar, aunque en la elección presidencial de 1988 se abstuvo de
votar alrededor del 50 por ciento de la población empadronada. Según un agudo
observador, Rafael Segovia, la diferencia se explicaría por una mejora en el
cómputo y vigilancia de los votos, es decir, por la disminución relativa del
fraude. El abstencionismo más o menos generalizado reflejaba las limitaciones
de una sociedad con bajos niveles de escolaridad, pero era también la respuesta
natural a la imposibilidad real de que triunfara algún partido o grupo no
gubernamental, a la debilidad de un sistema de partidos en desequilibrio permanente
entre el poderoso partido oficial y una oposición enclenque, y a la no
representatividad e ineficacia de las cámaras legislativas.
Contrariamente a
lo que hubieran podido imaginar las autoridades políticas en 1968, el
movimiento estudiantil y la represión de que fue víctima, en lugar de
fortalecer la apatía y actitudes negativas hacia la participación,
familiarizaron a amplios sectores de la población, en particular en el seno de
las clases medias, con el lenguaje democrático –como ocurrió en España antes de
la transición–, y también los alertaron con respecto a los costos posibles de
la arbitrariedad gubernamental. Es probable que la violencia que ejerció el
gobierno del presidente Díaz Ordaz contra los estudiantes haya sido repugnante
a otros grupos sociales que, aun cuando hubieran aceptado la gravedad del
conflicto y la urgencia de la solución como efecto colateral, también hayan
reconocido la necesidad de poner límites a la autoridad. Así, los
acontecimientos de 1968 habrían relegitimado la práctica de la participación
política independiente no sólo porque confrontaron a la autoridad con su propio
discurso democrático, sino porque revelaron la vulnerabilidad de todos los
grupos sociales frente al poder.
Aunque este
fenómeno no condujo de inmediato a un aumento de la participación electoral,
modificó valores y comportamientos sociales, y este cambio no se resolvió en
una mera rebelión cultural, sino que a mediano plazo propició un reordenamiento
de las alianzas del Estado y de ahí la alteración del sistema político. En la
medida en que la participación y la organización independientes fueron
reconocidos como valores compatibles con la estabilidad, e incluso necesarios
para su mantenimiento o superiores a ella, las clases medias –los grupos que históricamente
han mostrado mayor capacidad para defender su participación, ya sea en la
política o en la economía– se desplazaron de la posición esencialmente pasiva
de grupos de referencia social que ocupaban desde los años cuarenta hacia la de
auténticos interlocutores del poder.
Desde una
perspectiva histórica de largo plazo, el movimiento estudiantil acarreó la
rebelión postergada de clases medias que habían sido marginadas del pacto
político autoritario de los años veinte y treinta, pero que entonces pudieron
volver por sus fueros, gracias al fortalecimiento que habían derivado de la
expansión económica. La crisis de 1968 no precipitó ningún cambio institucional
de fondo, pero este corrimiento político de los diferentes grupos sociales,
consagrado por algunas de las políticas reformistas del presidente Luis
Echeverría, repercutió sobre el equilibrio original porque se produjo a
expensas de la influencia y los intereses de obreros y campesinos. Cuando la
elite política relegó éstos a la satisfacción de las demandas de las clases
medias, provocó un desprendimiento de las clases sociales que hasta entonces
habían sido, por tradición, sustento central de autoritarismo. Al hacerlo, el
grupo en el poder buscó la imposible sustitución de unos grupos por otros, ya
que por esta vía las clases medias accedieron al poder político y lo
conquistaron, pero no se comprometieron con sus formas establecidas de
organización.
No obstante la
relación entre este cambio y la crisis de 1968, también puede pensarse que el
predominio político de las clases medias, característico de los años setenta y
ochenta, fue el resultado de procesos sociales más profundos, asociados con el
notable crecimiento de los años anteriores que había acarreado también una
mayor complejidad social y la formación de grupos de opinión dispuestos a
defender la autonomía de la sociedad a través de la participación.
Tradicionalmente,
el Estado había sido la referencia central para la articulación de una sociedad
atravesada por diversidades y desigualdades, de manera que el éxito de
cualquier movimiento político dependía de su vínculo con el Estado, que era la
única comunidad política válida. El carácter excepcional de la movilización de
1968 residió en su capacidad para definir una identidad propia en oposición al
Estado, y hacer de ello la base de una coherencia interna breve, pero mayor que
la de grupos que se ostentaban como partidos independientes. Desde ahí, el
movimiento estudiantil fue la proyección del cambio esencial que se había
producido con el desarrollo de los años anteriores, y que consistía en la
reversión de los términos de la relación entre el poder y la sociedad, pues a
partir de entonces el régimen político que antes había dictado los perfiles de
la sociedad pasaría a ser un reflejo de esa sociedad que había construido, y
estaría expuesto a sus desequilibrios.
La mayor
autonomía de la sociedad, fruto del desarrollo económico, fue fijando límites a
la soberanía interna del Estado. Este fenómeno se profundizó con el reformismo
del periodo siguiente, pero sus consecuencias fueron contradictorias en cuanto
al objetivo general de la democracia, porque si en el plano político este
cambio significó la ampliación paulatina de vías de participación alternativas
a las oficiales, en el social la consecuencia fue, paradójicamente, el
agravamiento de la desigualdad inscrita en el modelo de desarrollo.
(Fragmento del
libro Entre lo posible y lo probable. La experiencia de la transición en
México, publicado por Grupo Planeta)
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