Fuente:
EL
CURA DE DOLORES
MIGUEL
HIDALGO Y LA SUBLEVACIÓN DE 1810
Texto:
Mario Vázquez Olivera
Miguel Hidalgo
nació el 8 de mayo de 1753, de padres criollos. Su infancia transcurrió en la
hacienda de Corralejo, en Guanajuato, donde su padre laboraba como
administrador. A los doce años se trasladó a Valladolid, hoy Morelia, para
ingresar al colegio jesuita de San Francisco Xavier. Luego, continuó su
formación escolar en el colegio de San Nicolás Obispo de esa misma ciudad. Sus
amigos lo apodaron “el Zorro” por su capacidad académica. En 1778 fue ordenado
sacerdote en la Ciudad de México.
Entre 1779 y
1792, Hidalgo desarrolló una brillante carrera como catedrático en San Nicolás
y llegó a ser rector de esa famosa institución educativa. Sus dotes
intelectuales le valieron el reconocimiento de propios y extraños, aunque
también era sabida su afición por el juego y las mujeres, cosa común entre
muchos sacerdotes, pero que terminó por afectar su posición académica. En 1792,
renunció a sus cargos en San Nicolás para desempeñarse como párroco. En 1803,
Hidalgo obtuvo el curato de Dolores, en Guanajuato, donde desarrolló una
intensa actividad de promoción social. Patrocinó la construcción de talleres
artesanales, plantó viñedos, enseñó apicultura e introdujo el cultivo del
gusano de seda. También acostumbraba organizar tertulias y funciones de teatro.
La cercanÃa de Dolores con otras poblaciones como Guanajuato, San Miguel el
Grande (hoy San Miguel de Allende) y Querétaro le permitieron cultivar
relaciones de amistad, negocios e intercambio intelectual con numerosas
personas de la región. Era afamado en los pueblos de la zona como promotor de
artes y oficios, hablante de lenguas indÃgenas y conocedor de las labores del
campo y, desde luego, su condición de sacerdote le otorgaba ascendiente sobre
los lugareños. Su carisma personal pero, sobre todo, su capacidad para
vincularse con personas de la más diversa condición social fueron la base de su
liderazgo polÃtico en 1810.
¡Muera el mal
gobierno!
Hidalgo estaba
inconforme con la manera en que la Corona española gobernaba sus dominios
americanos y con las aberraciones sociales que el orden colonial habÃa generado
durante tres siglos. A principios de 1810 se sumó a la conjura que encabezaba
el capitán Ignacio Allende para derrocar a las autoridades del virreinato. El
prestigio del cura y sus conexiones sociales fueron decisivos para que la red
clandestina se extendiera por el BajÃo. AsÃ, aunque Allende fue el iniciador de
la llamada “conspiración de Querétaro”, Hidalgo se convirtió en su principal
dirigente.
A mediados de
septiembre de 1810, la subversión fue descubierta en Querétaro por las
autoridades españolas. El 15 por la noche Allende, Hidalgo y otros
conspiradores se reunieron en Dolores para tomar una decisión. Hidalgo propuso
comenzar la revuelta de inmediato. “Aquà no hay más recurso que ir a coger
gachupines”, expresó tajantemente. Acto seguido se dirigió a la cárcel a
liberar a los presos, a quienes armó con lanzas y machetes que habÃa mandado a
fabricar en secreto. Las autoridades de Dolores fueron capturadas, asà como una
veintena de españoles que residÃan en el pueblo. Al amanecer, el cura mandó
repicar la campana de la parroquia para llamar la atención de multitud de
arrieros, campesinos, vendedores y artesanos que se hallaban congregados en la
plaza del pueblo desde horas muy tempranas pues era domingo, dÃa de mercado.
No se sabe con
certeza qué palabras pronunció Hidalgo en esa arenga matutina que conocemos
como el “grito de Dolores”, pues no hubo quien registrara sus palabras por
escrito. De seguro explicó brevemente y en términos elementales el sentido del
levantamiento. Según datos que citan diversos historiadores, el cura pudo haber
exclamado: “¡Viva la religión católica! ¡Viva el rey Fernando Séptimo! ¡Viva la
Patria! ¡Viva la santÃsima Virgen de Guadalupe! !Muera el mal gobierno! ¡Mueran
los gachupines traidores que quieren entregar el reino a los franceses!”
Durante los
siguientes dÃas, Hidalgo y sus seguidores recorrieron la región saqueando
propiedades de españoles y difundiendo el llamado a la insurrección. En la
capilla de Atotonilco el cura tomó un estandarte guadalupano que enarboló como
insignia del movimiento.
El llamado de
Hidalgo tuvo gran eco entre la gente del BajÃo. Miles de personas se sumaron de
manera espontánea a la columna rebelde: campesinos, rancheros, artesanos, trabajadores
de haciendas y minas, indÃgenas y esclavos, gente de todas las edades. También
algunas unidades de tropa se pasaron a sus filas en San Miguel y Celaya. Antes
de atacar Guanajuato, la muchedumbre ya llegaba a cincuenta mil personas,
aunque sólo unos cuantos portaban armas de guerra; la mayorÃa empuñaba
instrumentos de labranza o simplemente garrotes y piedras.
Desde luego, el
grueso de los sublevados no luchaba por instalar un gobierno autónomo –como
deseaban los dirigentes criollos– ni mucho menos por hacer del virreinato un
paÃs independiente, sino por vengar los agravios que habÃan padecido,
generación tras generación, a manos de los odiados “gachupines”.
De hecho, la
rebelión se convirtió en un acontecimiento social masivo que no sólo alarmó a los
españoles peninsulares sino también a muchos criollos de buena posición,
quienes temÃan que la violencia del pueblo escapara al control de Hidalgo.
Pero el cura de
Dolores estaba convencido de que la única manera de enfrentar con éxito a las
fuerzas virreinales era desatar la acción violenta del pueblo oprimido y echar
abajo los fundamentos del poder colonial. Por lo mismo proclamó la libertad de
los esclavos, la abolición de los tributos y la igualdad ante la ley de todas
las personas nacidas en América, y al mismo tiempo decretó la prisión de
numerosos peninsulares, con miras a expulsarlos del virreinato, y confiscó sus
propiedades. También ordenó ejecutar a muchos.
Dirigidas por
Hidalgo, las masas rebeldes tomaron a sangre y fuego la ciudad de Guanajuato a
finales de septiembre. Luego ocuparon Valladolid (hoy Morelia) y de inmediato
continuaron su marcha hacia Toluca. Cerca de Lerma, en el Monte de las Cruces,
derrotaron en una sangrienta batalla a las tropas virreinales. Las fuerzas
insurgentes avanzaron hacia Cuajimalpa, desde donde tuvieron a la vista la
Ciudad de México. En una decisión que aún hoy en dÃa discuten los
historiadores, Hidalgo optó por no atacar la capital del virreinato y, en
cambio, se retiró a Guadalajara con el grueso de sus fuerzas.
¿Padre de la
patria?
Hidalgo instaló
en Guadalajara un gobierno insurgente. Con ello pretendÃa mostrar a los
habitantes del virreinato que la revuelta no era nada más una guerra de rapiña
contra los “gachupines”, sino que apuntaba a reemplazar al antiguo sistema
colonial con un orden polÃtico y social más justo. Además, gracias a la
adquisición de una imprenta, el ideario de la revolución pudo ser divulgado por
medio de un periódico que fue nombrado el Despertador Americano. Hidalgo asumió
la jefatura del nuevo gobierno bajo el tÃtulo de jefe supremo de la revolución
en Nueva España, estableció dos ministerios de Estado y envió un emisario a
Estados Unidos en busca de ayuda para la causa. Asimismo, propuso la reunión de
un Congreso con representantes de las distintas provincias, pero éste no
alcanzó a realizarse.
Hacia finales
del año, fuerzas rebeldes lograron importantes victorias en el sur de Sinaloa.
También otros grupos insurgentes iniciaron acciones en Coahuila, Texas y Nuevo
Santander (Tamaulipas). De manera simultánea, las tropas virreinales avanzaron
desde el BajÃo con intención de atacar Guadalajara. Hidalgo decidió hacer
frente a esta ofensiva en una gran batalla que tuvo lugar cerca de aquella
ciudad, en el puente de Calderón, pero el resultado del enfrentamiento fue
desastroso para los insurgentes.
Luego de este
descalabro, Hidalgo, Allende y otros jefes de la revuelta resolvieron dirigirse
hacia el norte con la intención de refugiarse en Estados Unidos. En el camino,
Allende y otros oficiales despojaron a Hidalgo del mando supremo del
movimiento, achacando la derrota a sus malas decisiones. Pero los insurgentes
fueron traicionados por un delator y cayeron en manos de las tropas virreinales
cerca de Monclova. De allà fueron llevados a Chihuahua para ser juzgados.
En su doble
carácter de civil sublevado y sacerdote rebelde, Hidalgo enfrentó dos procesos,
uno eclesiástico y otro militar. En ambos juicios fue declarado culpable y, al
igual que la mayorÃa de sus compañeros, sentenciado a muerte. Su ejecución tuvo
lugar el 30 de julio de 1811. Se dice que antes de ser fusilado repartió
algunos dulces a los hombres encargados de quitarle la vida y les pidió que
apuntaran directamente al corazón. Para escarmiento del pueblo, el gobierno
virreinal dispuso que el cadáver de Hidalgo fuera decapitado y su cabeza
exhibida en una esquina de la alhóndiga de Granaditas. Allà permaneció este
macabro trofeo hasta que en 1823 los restos mortales del cura fueron
trasladados a la Ciudad de México.
Para terminar,
basta recordar las palabras con que el propio Miguel Hidalgo resumió sus
anhelos, al hablar del carácter de las leyes que se proponÃa promulgar el
gobierno insurgente: “desterrarán la pobreza, moderarán la devastación del
reino y la extracción de su dinero, fomentarán las artes, se avivará la
industria, haremos uso libre de las riquÃsimas producciones de nuestros feraces
paÃses, y a vuelta de pocos años disfrutarán sus habitantes de todas las
delicias que el Soberano Autor de la Naturaleza ha derramado sobre este vasto
continente”. Un sueño que hoy por hoy aún es vigente y que parece tan lejano
como en aquellos tiempos aciagos de la guerra de Independencia. imagen
Mario Vázquez
Olivera. Es investigador del Centro de Investigaciones sobre América Latina y
el Caribe (CIALC) de la UNAM.
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