septiembre 15, 2011

El cura de Dolores: Miguel Hidalgo


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EL CURA DE DOLORES
MIGUEL HIDALGO Y LA SUBLEVACIÓN DE 1810

Texto: Mario Vázquez Olivera


 

Miguel Hidalgo nació el 8 de mayo de 1753, de padres criollos. Su infancia transcurrió en la hacienda de Corralejo, en Guanajuato, donde su padre laboraba como administrador. A los doce años se trasladó a Valladolid, hoy Morelia, para ingresar al colegio jesuita de San Francisco Xavier. Luego, continuó su formación escolar en el colegio de San Nicolás Obispo de esa misma ciudad. Sus amigos lo apodaron “el Zorro” por su capacidad académica. En 1778 fue ordenado sacerdote en la Ciudad de México.
Entre 1779 y 1792, Hidalgo desarrolló una brillante carrera como catedrático en San Nicolás y llegó a ser rector de esa famosa institución educativa. Sus dotes intelectuales le valieron el reconocimiento de propios y extraños, aunque también era sabida su afición por el juego y las mujeres, cosa común entre muchos sacerdotes, pero que terminó por afectar su posición académica. En 1792, renunció a sus cargos en San Nicolás para desempeñarse como párroco. En 1803, Hidalgo obtuvo el curato de Dolores, en Guanajuato, donde desarrolló una intensa actividad de promoción social. Patrocinó la construcción de talleres artesanales, plantó viñedos, enseñó apicultura e introdujo el cultivo del gusano de seda. También acostumbraba organizar tertulias y funciones de teatro. La cercanía de Dolores con otras poblaciones como Guanajuato, San Miguel el Grande (hoy San Miguel de Allende) y Querétaro le permitieron cultivar relaciones de amistad, negocios e intercambio intelectual con numerosas personas de la región. Era afamado en los pueblos de la zona como promotor de artes y oficios, hablante de lenguas indígenas y conocedor de las labores del campo y, desde luego, su condición de sacerdote le otorgaba ascendiente sobre los lugareños. Su carisma personal pero, sobre todo, su capacidad para vincularse con personas de la más diversa condición social fueron la base de su liderazgo político en 1810.
                 
¡Muera el mal gobierno!

Hidalgo estaba inconforme con la manera en que la Corona española gobernaba sus dominios americanos y con las aberraciones sociales que el orden colonial había generado durante tres siglos. A principios de 1810 se sumó a la conjura que encabezaba el capitán Ignacio Allende para derrocar a las autorida­des del virreinato. El prestigio del cura y sus conexiones sociales fueron decisivos para que la red clandestina se extendiera por el Bajío. Así, aunque Allende fue el iniciador de la llamada “conspiración de Querétaro”, Hidalgo se convirtió en su principal dirigente.
A mediados de septiembre de 1810, la subversión fue descubierta en Querétaro por las autoridades españolas. El 15 por la noche Allende, Hidalgo y otros conspiradores se reunieron en Dolores para tomar una decisión. Hidalgo propuso comenzar la revuelta de inmediato. “Aquí no hay más recurso que ir a coger gachupines”, expresó tajantemente. Acto seguido se dirigió a la cárcel a liberar a los presos, a quienes armó con lanzas y machetes que había mandado a fabricar en secreto. Las autoridades de Dolores fueron capturadas, así como una veintena de españoles que residían en el pueblo. Al amanecer, el cura mandó repicar la campana de la parroquia para llamar la atención de multitud de arrieros, campesinos, vendedores y artesanos que se hallaban congregados en la plaza del pueblo desde horas muy tempranas pues era domingo, día de mercado.
               
No se sabe con certeza qué palabras pronunció Hidalgo en esa arenga matutina que conocemos como el “grito de Dolores”, pues no hubo quien registrara sus palabras por escrito. De seguro explicó brevemente y en términos elementales el sentido del levantamiento. Según datos que citan diversos historiadores, el cura pudo haber exclamado: “¡Viva la religión católica! ¡Viva el rey Fernando Séptimo! ¡Viva la Patria! ¡Viva la santísima Virgen de Guadalupe! !Muera el mal gobierno! ¡Mueran los gachupines traidores que quieren entregar el reino a los franceses!”
Durante los siguientes días, Hidalgo y sus seguidores recorrieron la región saqueando propiedades de españoles y difundiendo el llamado a la insurrección. En la capilla de Atotonilco el cura tomó un estandarte guadalupano que enarboló como insignia del movimiento.
El llamado de Hidalgo tuvo gran eco entre la gente del Bajío. Miles de personas se sumaron de manera espontánea a la columna rebelde: campesinos, rancheros, artesanos, trabajadores de haciendas y minas, indígenas y esclavos, gente de todas las edades. También algunas unidades de tropa se pasaron a sus filas en San Miguel y Celaya. Antes de atacar Guanajuato, la muchedumbre ya llegaba a cincuenta mil personas, aunque sólo unos cuantos portaban armas de guerra; la mayoría empuñaba instrumentos de labranza o simplemente garrotes y piedras.
Desde luego, el grueso de los sublevados no luchaba por instalar un gobierno autónomo –como deseaban los dirigentes criollos– ni mucho menos por hacer del virreinato un país independiente, sino por vengar los agravios que habían padecido, generación tras generación, a manos de los odiados “gachupines”.

De hecho, la rebelión se convirtió en un acontecimiento social masivo que no sólo alarmó a los españoles peninsulares sino también a muchos criollos de buena posición, quienes temían que la violencia del pueblo escapara al control de Hidalgo.
Pero el cura de Dolores estaba convencido de que la única manera de enfrentar con éxito a las fuerzas virreinales era desatar la acción violenta del pueblo oprimido y echar abajo los fundamentos del poder colonial. Por lo mismo proclamó la libertad de los esclavos, la abolición de los tributos y la igualdad ante la ley de todas las personas nacidas en América, y al mismo tiempo decretó la prisión de numerosos peninsulares, con miras a expulsarlos del virreinato, y confiscó sus propiedades. También ordenó ejecutar a muchos.
Dirigidas por Hidalgo, las masas rebeldes tomaron a sangre y fuego la ciudad de Guanajuato a finales de septiembre. Luego ocuparon Valladolid (hoy Morelia) y de inmediato continuaron su marcha hacia Toluca. Cerca de Lerma, en el Monte de las Cruces, derrotaron en una sangrienta batalla a las tropas virreinales. Las fuerzas insurgentes avanzaron hacia Cuajimalpa, desde donde tuvieron a la vista la Ciudad de México. En una decisión que aún hoy en día discuten los historiadores, Hidalgo optó por no atacar la capital del virreinato y, en cambio, se retiró a Guadalajara con el grueso de sus fuerzas.
               
¿Padre de la patria?

Hidalgo instaló en Guadalajara un gobierno insurgente. Con ello pretendía mostrar a los habitantes del virreinato que la revuelta no era nada más una guerra de rapiña contra los “gachupines”, sino que apuntaba a reemplazar al antiguo sistema colonial con un orden político y social más justo. Además, gracias a la adquisición de una imprenta, el ideario de la revolución pudo ser divulgado por medio de un periódico que fue nombrado el Despertador Americano. Hidalgo asumió la jefatura del nuevo gobierno bajo el título de jefe supremo de la revolución en Nueva España, estableció dos ministerios de Estado y envió un emisario a Estados Unidos en busca de ayuda para la causa. Asimismo, propuso la reunión de un Congreso con representantes de las distintas provincias, pero éste no alcanzó a realizarse.
Hacia finales del año, fuerzas rebeldes lograron importantes victorias en el sur de Sinaloa. También otros grupos insurgentes iniciaron acciones en Coahuila, Texas y Nuevo Santander (Tamaulipas). De manera simultánea, las tropas virreinales avanzaron desde el Bajío con intención de atacar Guadalajara. Hidalgo decidió hacer frente a esta ofensiva en una gran batalla que tuvo lugar cerca de aquella ciudad, en el puente de Calderón, pero el resultado del enfrentamiento fue desastroso para los insurgentes.
Luego de este descalabro, Hidalgo, Allende y otros jefes de la revuelta resolvieron dirigirse hacia el norte con la intención de refugiarse en Estados Unidos. En el camino, Allende y otros oficiales despojaron a Hidalgo del mando supremo del movimiento, achacando la derrota a sus malas decisiones. Pero los insurgentes fueron traicionados por un delator y cayeron en manos de las tropas virreinales cerca de Monclova. De allí fueron llevados a Chihuahua para ser juzgados.

En su doble carácter de civil sublevado y sacerdote rebelde, Hidalgo enfrentó dos procesos, uno eclesiástico y otro militar. En ambos juicios fue declarado culpable y, al igual que la mayoría de sus compañeros, sentenciado a muerte. Su ejecución tuvo lugar el 30 de julio de 1811. Se dice que antes de ser fusilado repartió algunos dulces a los hombres encargados de quitarle la vida y les pidió que apuntaran directamente al corazón. Para escarmiento del pueblo, el gobierno virreinal dispuso que el cadáver de Hidalgo fuera decapitado y su cabeza exhibida en una esquina de la alhóndiga de Granaditas. Allí permaneció este macabro trofeo hasta que en 1823 los restos mortales del cura fueron trasladados a la Ciudad de México.
Para terminar, basta recordar las palabras con que el propio Miguel Hidalgo resumió sus anhelos, al hablar del carácter de las leyes que se proponía promulgar el gobierno insurgente: “desterrarán la pobreza, moderarán la devastación del reino y la extracción de su dinero, fomentarán las artes, se avivará la industria, haremos uso libre de las riquísimas producciones de nuestros feraces países, y a vuelta de pocos años disfrutarán sus habitantes de todas las delicias que el Soberano Autor de la Naturaleza ha derramado sobre este vasto continente”. Un sueño que hoy por hoy aún es vigente y que parece tan lejano como en aquellos tiempos aciagos de la guerra de Independencia. imagen

Mario Vázquez Olivera. Es investigador del Centro de Investigaciones sobre América Latina y el Caribe (CIALC) de la UNAM.

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